Los mártires de Lyon
INTRODUCCIÓN:
¿Qué puedo decir como "cristiano" del s. XX-XXI para introducir este impresionante testimonio de la fe de nuestros antepasados?
Leyéndolo, muchas veces me he cuestionado que quiere decir ser cristiano en esta época de tantas nuevas "teologías", "unciones" y "modas espirituales" en el mundo protestante o evangélico, y de acomodación e ignorancia Escritural entre los católicos romanos y otros grupos tradicionales. En la época en la que para justificar nuestras comodidades occidentales frente al sufrimiento del resto del mundo hemos inventado la llamada "teología de la prosperidad" y fábulas como la "súper-Fe" o "La unción de la risa". Mientras que leo con estupor que el año pasado, en el olvidado Tercer Mundo, al menos 160.000 personas murieron asesinados por llevar el nombre de cristianos. En fin, querido lector, párate unos minutos a leer esta sobrecogedora acta de martirio (quizás la más impresionante), y testimonio del triunfo de la fe.
Carta de las Iglesias de Viena y Lyon sobre el martirio de Potino, obispo y otros muchos fieles.
1. Los siervos de Cristo que habitan en Viena y Lyon en las Galias, a sus hermanos de Asia y Frigia, que participan de nuestra fe y nuestra esperanza en la redención, paz, gracia y gloria por el Padre y Nuestro Señor Jesucristo. Nadie podía explicar, ni nosotros describir, la grandeza de las tribulaciones que los bienaventurados mártires han padecido, ni la rabia y furor de los gentiles contra los santos. Nuestro adversario reunió todas sus fuerzas contra nosotros, y en sus designios de perdernos, ha ido con cautela haciéndonos sentir al principio algunas señales de odio. No dejó piedra por mover, sugiriendo a sus satélites toda clase de medios contra los siervos del Señor; llegó a tal extremo que ni en las casas ni en los baños, ni aun en el foro, se toleraba nuestra presencia; en ningún lugar nos podíamos presentar.
2. La gracia de Dios nos asistió contra el demonio; ella fortaleció a los más débiles y les hizo fuertes como columnas, que resistieron a todos los empujes del enemigo. Estos, sorprendidos de improviso, soportaron toda suerte de ultrajes y tormentos que a otros hubieran parecido demasiado largos y dolorosos, pero a ellos les perecían ligeros y suaves: tal era su deseo de unirse con Cristo. Nos mostraron con su ejemplo que no hay comparación entre los dolores de esta vida y la gloria que en la otra hemos de poseer. En primer lugar, hubieron de sufrir todos los insultos y vejaciones que el pueblo en masa les prodigó, gritos, golpes, detenciones, confiscaciones de bienes, lapidaciones y, por fin, la cárcel; en suma, cuanto un pueblo furioso suele prodigar a sus víctimas. Todo fue soportado con admirable constancia. Los que habían sido arrestados fueron conducidos al foro por el tribuno y los duunviros de la ciudad, e interrogados ante el pueblo. Todos confesaron su fe y fueron encarcelados hasta el regreso del legado imperial.
3. A su vuelta fueron llevados a su presencia, y como tratase con extrema dureza a los nuestros, Vecio Epágato, uno de nuestros hermanos que asistía al interrogatorio, tan encendido en el amor de Dios como en el del prójimo, y que desde muy joven había merecido los elogios que el anciano como Zacarías, por su vida austera y perfecta, caminando con firmeza por las vías del Señor, impaciente de hacerse de algún modo útil, no pudo sufrir tan manifiesta iniquidad, y lleno del celo de Dios pidió para si la defensa de los acusados, comprometiéndose a probar que no merecían la acusación de ateísmo e impiedad. Los que rodeaban el tribunal exclamaron a voces contra él. El legado rehusó su demanda, por más justificada que fuera, y le preguntó simplemente si era cristiano: "Sí", respondió él con voz clara y resuelta; y fue agregado al número de mártires. "Ved ahí al abogado de los cristianos", dijo el presidente con ironía. Pero Vecio tenía dentro de sí al abogado por excelencia, al Espíritu Santo, en mayor abundancia aún que Zacarías, puesto que le inspiró entregarse a si propio en defensa de sus hermanos. Fue y es genuino discípulo de Cristo, y sigue al Cordero por doquiera que va.
4. Desde aquel momento, también los demás confesores comenzaron a distinguirse. Los primeros mártires confesaron su fe con todo denuedo y alegría de ánimo. Entonces también se conocieron los que no estaban tan fuertes y preparados para tan furioso ataque. De éstos, diez apostaron, lo que nos produjo gran pena, y fue causa de abundantes lágrimas, porque con su conducta atemorizaron a otros muchos, que quedaron libres, los cuales, a costa de innumerables peligros, asistieron a los que habían confesado su fe.Por aquellos días todos éramos presa de un gran temor y sobresalto por el éxito incierto de la confesión de la fe, más bien que por temor a los tormentos que se nos daban, por el de las apostasías. Cada día nuevos arrestos venían a llenar los vacío dejados por las defecciones, y muy pronto los más preclaros de los miembros de las dos iglesias, sus fundadores, estuvieron encarcelados. También lo fueron algunos siervos nuestros aunque eran gentiles, porque la orden de arresto del procónsul nos englobaba a todos. Estos desgraciados, incitados por el demonio, aterrorizados por los tormentos que veían padecer a los fieles, y movidos a ello por los soldados, declararon que infanticidios, banquetes de carne humana, incestos y otros crímenes, que no se pueden nombrar, ni aun imaginar, ni es posible que jamás hombre alguno haya cometido, eran cometidos por nosotros los cristianos. Estas calumnias, esparcidas entre el vulgo, conmovieron de tal manera los ánimos contra nosotros, que aun aquellos que hasta entonces, por razones de parentesco, se habían mostrado moderados, se enardecieron contra nosotros. Entonces se cumplió lo que dijo el Señor: "Llegará un día en que aquellos que os quiten la vida crean hacer una obra agradable a Dios". Desde aquellos días los mártires santísimos sufrieron tales torturas, que ni explicarse pueden, con las cuales Satán pretendía hacerles confesarse reos de los crímenes de que se los acusaba.
5. Se cebó de un modo particular el furor del pueblo, del presidente y de los soldados sobre el diácono de Viena, Santos, sobre Maturo neófito, pero, a pesar de ello, valiente atleta de Cristo, sobre Atalo, originario de Pérgamo, apoyo y columna de nuestra iglesia sobre Blandina, en la cual demostró Cristo que lo que a los ojos de los hombres es vil, ignominioso y despreciable, es para Dios de gran estima, en razón del amor demostrado a El y de la fortaleza en confesarle; porque Dios aprecia las cosas como en sí son, no las apariencias. Todos temíamos, y en particular la que habla sido su señora (también se encontraba entre los mártires), que aquel cuerpo tan diminuto y débil no podría confesar la fe hasta el fin; pero fue tal la fortaleza de Blandina, que los verdugos que se relevaban unos a otros desde la mañana hasta la noche, después de aplicarla todos los tormentas, tuvieron que desistir, rendidos de fatiga. Agotados todos sus recursos, se confesaron vencidos, admirándose de que aun quedase con vida después de tener todo el cuerpo desgarrado y deshecho por los tormentos, llegando a confesar que una sola de las torturas hubiera bastado para causarla la muerte, cuanto más todas ellas. A pesar de todo, ella, como un fuerte atleta, renovaba sus tuerzas confesando la fe. Y pronunciando estas palabras: "Soy cristiana" y "Nosotros no hacemos maldad alguna", parecía descansar y cobrar nuevos ánimos olvidándose del dolor presente.
6. También Santos, habiendo experimentado en su cuerpo todo los tormentos que el ingenio humano pudo imaginar, y cuando esperaban sus verdugos que a fuerza de torturas conseguirían hacerle confesar algún crimen, estuvo tan constante y firme que no dijo su nombre ni el de su nación, ni el de su ciudad, ni aun si era siervo o libre, sino que a todas las preguntas respondía en latín: "Soy cristiano . esto era para él su nombre, su patria y su raza, y los gentiles no pudieron hacerle pronunciar otras palabras. Por todo lo cual se encendió contra él de un modo especial la ira y furor del presidente y de los verdugos; hasta tal punto, que no quedándoles ya más lugar en que atormentarle, le aplicaron láminas de bronce ardiendo sobre las partes más sensibles del cuerpo Mientras sus miembros se abrasaban, él permanecía firme e inconmovible en su confesión, porque estaba bañado y fortificado por las aguas de vida que manan del cuerpo de Cristo. El cuerpo mismo del mártir atestiguaba claramente lo que había sufrido, porque todo él era una llaga, contraído y retorcido, de tal forma que m la figura de hombre conservaba. En el cual, padeciendo el mismo Cristo, obraba grandes milagros, derrotando por completo al enemigo y dando ejemplo a los demás fieles, de que donde reina la caridad del Padre no hay nada que temer, porque el dolor se cambia en gloria para Cristo. Pasados algunos días, aquellos malvados volvieron a atormentar al mártir, creyendo que si reiteraban los tormentos sobre las llagas sangrientas e hinchadas saldrían vencedores, porque en tal estado hasta el solo tocarlas con la mano produciría un dolor insoportable Al menos esperaban que si morían en los tormentos, los demás se intimidarían. Nada de esto ocurrió, porque contra lo que todos esperaban, el cuerpo de repente recobró su vigor y antigua hermosura, de tal modo que el segundo tormento más bien fue para él un refrigerio que una pena.
7. Bibliada era una mujer de aquellas que habían renegado de Cristo, el diablo, creyéndola ya suya, y queriéndola hacer responsable de un nuevo crimen, el de blasfemia, la condujo al tormento, esperando que como antes se había mostrado débil y remisa, ahora conseguiría de ella hacerla confesar nuestros crímenes. Pero ella lo rehuso, aunque la aplicaron el tormento, y recapacitando y como despertando de un profundo sueño, los tormentos que tenía presentes la hicieron pensar en los del infierno. Y dijo a sus verdugos: "¿Cómo creéis vosotros que unos hombres a quienes está prohibido comer carne de animales han de comerse a los niños?" Desde aquel momento se confesó cristiana y fue contada entre el número de los mártires.
8. Como todos los tormentos inventados por los tiranos fuesen superados por la constancia que Cristo concedió a sus confesores, el diablo inventó nuevos modos de tormentos. Se los encerró en oscurísimos y muy incómodos calabozos, con los pies metidos en cepos y estirados hasta la quinta clavija, además de todos los inventos de nuevos suplicios que los crueles carceleros, inspirados por el demonio, Imaginaron para dar tormento a sus víctimas. A tal extremo llegaron que muchos perecieron asfixiados en las cárceles Dios, que en todas las cosas muestra su gloria, les habla reservado tal género de muerte. Otros que hablan sido tan atrozmente martirizados que ni Imaginarse podía, quedaron con vida, aunque se les hubieran aplicado todos los remedios, continuaron en la cárcel, destituidos de auxilio humano, pero confortados por el Señor, firmes espiritual y corporalmente, los cuales enardecían y consolaban a los demás. Otros que hablan sido apresados posteriormente y que no estaban tan acostumbrados a los tormentos, no pudiendo soportar los padecimientos de la cárcel, expiraron en ella.
9. El bienaventurado Potino, obispo de la iglesia de Lyon, más que nonagenario, y con el cuerpo tan débil que apenas retenía en sí el espíritu, recobró nuevos bríos ante la inminencia del martirio, también el fue conducido al tribunal. Su cuerpo, débil por la edad, y además enfermo, encerraba un alma dispuesta a triunfar por Cristo Fue llevado al tribunal por los soldados, acompañándole los magistrados de la ciudad y una muchedumbre inmensa, que le aclamaba a voces como si él fuera el mismo Cristo. Ante el tribunal dio egregio testimonio de su fe. Preguntado por el presidente cuál era el Dios de los cristianos, respondió: "Si eres digno le conocerás". Luego, sin respeto alguno, fue arrastrado y cubierto de heridas, porque los que estaban cercanos a él le dieron de patadas y puñetazos, sin el menor respeto a sus canas. Los que estaban más lejos le arrojaron cuanto les vino a las manos: todos ellos se hubieran creído reos de un gran crimen si no le hubieran atormentado cuando pudieron Así creían vengar la injuria de sus dioses. En aquel estado fue llevado a la cárcel donde expiró a los dos días.
10. Entonces brilló de un modo particular la providencia divina, y se manifestó la inmensa misericordia de Jesucristo en un hecho que a nosotros nos parece raro, pero muy propio de la sabiduría y bondad de Cristo. Todos aquellos hermanos que habían sido apresados cuando la primera orden de detención y que habían renegado la fe, fueron encarcelados lo mismo que los que la habían confesado, y sufrían las mismas penalidades que los mártires. Nada les valió su apostasía. Aquellos que se confesaron cristianos fueron encarcelados como tales, y no se les imputó otro crimen. En cambio, a los otros se le encarcelaba como a homicidas y hombres criminales, y sufrían doble tormento que los demás. Porque a los verdaderos mártires les consolaba y daba ánimo el gozo del martirio, la esperanza de la gloria y el amor a Jesucristo y del Espíritu del Padre. Por el contrario, a los renegados les remordía su conciencia, tanto que con sólo mirarlos a la cara se les conocía y se les distinguía de los demás. Los verdaderos mártires andaban alegres, reflejándose en sus caras una cierta majestad y nobleza, de modo que las cadenas para ellos eran un adorno, que aumentaba su hermosura, como la de una desposada vestida de su traje de boda. A los apóstatas se les veía con la cabeza baja, sucios, mal vestidos, cubiertos de ignominia hasta para los mismos gentiles, que despreciaba su cobardía y los trataban como a asesinos confesos por su propio testimonio. Habían perdido el glorioso y salutífero nombre de cristianos. Todo esto era un gran estímulo para los confesores de la fe que lo veían. Cuando después eran apedreados algunos otros, en seguida confesaban la fe para no caer en la tentación de cambiar de propósito.
11. Más tarde se dividió a los mártires por grupos, según el género de martirio: de esta suerte los gloriosos confesores presentaron al Padre una corona tejida de flores de diversos colores. Era justo que aquellos valientes luchadores que habían tenido tantos combates y tantos triunfos, recibieran la corona de la inmortalidad. Maturo, Santos, Blandina y Atalo fuero condenados a las bestias en el anfiteatro, para dar un público espectáculo de inhumanidad gentilicia a costa de los cristianos. Maturo y Santos de nuevo soportaron en el anfiteatro toda la serie de los tormentos como si antes nada hubieran sufrido; o, mejor dicho, como atletas que, superados la mayor parte de los obstáculos, luchan por conseguir la corona. De nuevo debieron padecer los mismos suplicios; las varas, los mordiscos de las fieras que los arrastraban por la arena y todo lo que el vulgo furioso pedía a gritos. Al fin las parrillas al rojo, sobre las cuales se asaban las carnes de los mártires, despidiendo olor intolerable, que se extendía por todo el anfiteatro. Ni esto bastó para calmar aquellos instintos sanguinarios, muy al contrario, aumentó su furor con el deseo de vencer la constancia de los mártires. A Santos no consiguieron hacerle pronunciar otra palabra que aquella que había repetido desde el principio: "Soy cristiano". Por fin, después de tan horrible martirio, como aún respirasen, tare mandado que los degollasen. Aquel día ellos dieron el espectáculo al mundo en lugar de los variados juegos de los gladiadores. Blandina fue expuesta a las fieras suspendida en un poste. Atada a el en forma de cruz, constantemente estuvo haciendo oración a Dios con lo cual esforzaba el valor de los demás mártires, los cuales, en la persona de la hermana, veían con sus propios ojos la imagen de aquel que murió crucificado por su salvación, y para demostrar a los que creyeran en él que todo aquel que padeciera por la gloria de Cristo habla de ser partícipe con Dios. No atacando ninguna fiera el cuerpo de la mártir. fue depuesta del madero y encerrada en la cárcel, reservándola para un nuevo combate. Vencido el enemigo en todas estas escaramuzas, la derrota de la tortuosa serpiente sería inevitable y segura, y con su ejemplo estimularía el valor de los hermanos. Puesto que aunque de por sí era delicada y despreciable, revestida de la fortaleza del invicto atleta Cristo, triunfaría repetidas veces del enemigo y conseguiría, en glorioso combate una corona inmarcesible. El populacho pidió a grandes voces el suplicio de Atalo, porque era de familia noble; él se presentó al combate con la conciencia tranquila por haber obrado con rectitud. Porque estaba bien impuesto en la doctrina del cristianismo y siempre había sido entre nosotros un fiel testigo de la verdad. Paseáronle por el anfiteatro, y delante de él era llevada una tabla, sobre la cual se habla escrito en latín: "Este es Atalo, el cristiano", lo cual fue motivo para que los espectadores se enardecieran más contra él. Cuando el legado se dio cuenta de que era ciudadano romano, mandó que fuera de nuevo conducido a la cárcel con todos los demás. Luego consultó al Cesar sobre lo que habla de hacerse con los encarcelados, y esperó su respuesta.
12. Esta tregua no fue infructuosa y sin provecho, porque gracias a la indulgencia de los confesores se reveló la inmensa misericordia de Cristo; los miembros de la iglesia que habían perecido, con la ayuda y solicitud de los miembros vivos, fueron devueltos a la vida, y con gran gozo de la iglesia virgen y madre, volvieron a su seno sanos y salvos aquellos hijos abortivos que ella había arrojado. Por mediación de los mártires santísimos aquellos otros que habían apostatado la fe volvieron a la iglesia y fueron como concebidos de nuevo, y animados de nuevo con calor vital aprendían a confesar la fe. Cuando estuvieron ya devueltos a la vida y confortados por la misericordia de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino más bien que se arrepienta y viva por segunda vez, se presentaron al tribunal para ser interrogados por el legado; porque ya éste había recibido un rescripto del emperador, según el cual los que perseveraran en la confesión de la fe debían ser decapitados, y los que renegasen absueltos y puestos en libertad. El día de la gran feria, que se celebra entre nosotros, y a la que acuden mercaderes de todas las provincias, el legado mandó comparecer a los mártires ante su tribunal, intentando dar al pueblo una especie de función teatral. En el nuevo interrogatorio todos los que eran ciudadanos romanos fueron condenados a la pena capital y los demás a ser expuestos a las fieras.
13. Aquello fue un triunfo para Cristo; todos los que antes habían negado la fe, entonces la confesaron con gran valentía contra todo lo que esperaban los gentiles. Se los interrogó aparte de los demás, creyendo que renegarían la fe y serían puestos en libertad; pero como confesaron, fueron agregados al grupo de los mártires. Sólo quedaron fuera aquellos en cuyas almas no había ni rastro de fe, ni respeto por el traje del Bautismo, ni traza de temor de Dios; hijos de perdición, que con su manera de vivir infamaban la religión que profesaban. Todos los otros fueron incorporados a la Iglesia. Cuando éstos eran interrogados, Alejandro, frigio de nación, y de profesión médico, quien ya hacía muchos años que moraba en las Galias, y a quien todos conocían por su gran amor de Dios y su celo por predicar la fe (porque en él habitaba la gracia de la predicación), se hallaba junto al tribunal y animaba con gestos y ademanes a los confesores. Pero el populacho, irritado ya porque los que habían apostado confesaban de nuevo la fe, comenzó a vociferar contra Alejandro, acusándole de ser el causante de tal retractación. Instando el presidente, le preguntó quien era. Como contestase que era cristiano, irritado el juez le condenó a las fieras. Al día siguiente fue echado a ellas junto con Atalo, porque el legado no quiso oponerse a las reclamaciones del pueblo. Ambos, después de pasar por todos los tormentos inventados por el odio contra los cristianos, después de un magnífico combate, fueron degollados. Alejandro en todo el tiempo que duró el martirio no pronunció una palabra ni exhaló un gemido, sino que estuvo abstraído en Dios. Atalo por su parte, al ser tostado en una parrilla, como exhalase muy mal olor su cuerpo, habló de esta manera al pueblo "Esto que estáis haciendo, esto es comerse a los hombres; nosotros ni nos comemos a los hombres, ni hacemos mal ninguno". Y como los gentiles le preguntasen por el nombre de Dios, contestó: "Dios no tiene un nombre como nosotros los mortales".
14. Después de todos éstos, el último día de los espectáculos de nuevo tocó la vez a Blandina, con el joven de quince años Póntico. Los dos en días anteriores habían sido introducidos para que vieran como eran atormentados los demás. Fuero varias veces incitados a Jurar por los dioses de los gentiles, pero como permaneciesen firmes en su propósito y se burlasen de ellos, esto les atrajo de tal modo las iras del populacho, que no tuvieron consideración alguna con la tierna edad del uno y la debilidad del sexo de la otra. Experimentaron en ellos toda clase de torturas y vejaciones para conseguir hacerlos jurar por los dioses, pero todo inútil. Todos los espectadores se daban cuenta de que las exhortaciones de la hermana eran las que sostenían al Joven, que finalmente después de sufrir con gran ánimo los tormentos expiró. Ya sólo quedaba Blandina, que como una madre había animado a sus hijos al combate, y había hecho que todos la precedieran vencedores delante del rey, siguiéndoles a todos ella por el sangriento sendero que habían trazado, gozosa de su próximo triunfo, como quien ha sido convidado a un banquete nupcial, no como un condenado a las bestias. Después de tolerar los azotes, después de ser arrastrada por las fieras, después de las parrillas ardientes, fue envuelta en una red y expuesta a un toro bravo, el cual la lanzó repetidas veces por los aires pero ella no sintió nada: tan abstraída estaba en la esperanza de los bienes futuros y en su íntima unión con Cristo. Al fin la degollaron. Los mismos gentiles llegaron a confesar que nunca entre ellos se había visto a una mujer padecer tantos tormentos.
15. Ni con todo esto llegó a calmarse el furor y saña de los gentiles contra los cristianos. Aquellas gentes, bárbaras y feroces exacerbadas más aún por la rabia de la bestia cruel, no eran fáciles de aplacar. Su saña se cebó en los cuerpos de los mártires. La vergüenza de su derrota no les hacía humillarse, parecían no tener ni sentimientos ni razón humana. La rabia y furor del delegado y del pueblo crecían como los de una fiera, por más que no hubiera motivo alguno para odiarnos de aquel modo. Así se cumplía la escritura, que dice: "El malvado que se pervierta más aún, y el justo, justifíquese más",. Los cuerpos de los que habían muerto asfixiados en la cárcel fueron arrojados a los perros, poniendo guardia de día y de noche para que no pudiéramos recogerlos y sepultarlos. Lo que perdonaron las fieras y el fuego, trozos desgarrados, miembros tostados y carbonizados, cabezas truncadas, cuerpos mutilados. todo ello quedó durante muchos días insepulto, con una escolta militar para guardarlo. Y aún había quienes se enfurecían y rechinaban los dientes contra los muertos, y hubieran querido les aplicasen más refinados tormentos. Otros se reían y los insultaban, dando gloria y exaltando a los dioses por las penas que habían hecho padecer a los mártires. Algunos otros, un poco más humanos, y que aparentaban tenernos compasión, también nos escarnecían diciendo: "¿ Dónde está su Dios? ¿Y qué les ha aprovechado su religión por la cual han dado sus vidas?" Esta era la actitud de los gentiles para con nosotros. Por nuestra parte el dolor era muy grande por no poder sepultar los cadáveres. Porque ni de noche, ni a fuerza de dinero, ni con súplicas, pudimos doblegar sus voluntades; al contrario, ponían todo su empeño en custodiar los cadáveres como si de ello se les siguiera un gran beneficio.
16. Así, pues, los cuerpos de los mártires fueron objeto de toda suerte de ultrajes durante los seis días que estuvieron expuestos; luego se les quemó y redujo a cenizas, y éstas arrojadas a la corriente del Ródano, para que no quedara ni rastro de ellas. Con esto creían hacerse superiores a Dios y privar a los mártires de la resurrección. "De este modo, decían ellos, no les quedará ninguna esperanza de resucitar, confiados en la cual han introducido esta nueva religión, y sufren alegres los más atroces tormentos, despreciando la misma muerte. Ahora veremos si resucitan y si su Dios les puede auxiliar y librarlos de nuestras manos".
17. Aquellos que tanto se habían esforzado por imitar a Cristo, "que teniendo la naturaleza divina nada usurpó a Dios al hacerse igual a El", y que después de haber sido elevados a tanta gloria y de haber tolerado no uno que otro, sino tantos géneros de suplicios, que sabían lo que eran las fieras y la cárcel, que aun conservaban las llagas de las quemaduras y tenían los cuerpos cubiertos de cicatrices; aquellos hombres, pues, no osaban llamarse mártires, m permitían que se lo llamaran. Si algunos de nosotros, por escrito o de palabra, se atrevía a llamárselo, le reprendían con severidad. Tal título de mártir sólo le daban a Cristo, testigo verdadero y fiel, primogénito de los muertos y principio y autor de la vida divina. También concedían este título a aquellos que habían muerto en la confesión de la fe. "Ellos ya son mártires, decían, porque Cristo ha recibido su confesión y la ha sellado como con su anillo. Nosotros sólo somos pobres y humildes confesores". Y con lágrimas en los ojos nos rogaban pidiéramos al Señor que también ellos pudieran un día alcanzar tan gran fin. Realmente mostraban tener valor verdaderamente de mártires al responder con tanta libertad y confianza a los gentiles, dando muestras de gran temple de alma. Rehusaban el nombre de mártires que les daban los hermanos, poseídos como estaban de temor de Dios, y se humillaban bajo su poderosa mano que tan alto les había elevado. A todos excusaban y no condenaba a nadie. A todos perdonaban y a nadie acusaban. Aun por aquellos por quienes tan cruelmente habían sido atormentados hacían oración al Señor, y a imitación de Esteban decían: "Señor, no les inculpéis este pecado". Y si El oraba por los que le apedreaban, Con cuánta mayo razón hemos de creer que lo harta por los hermanos? La mayor lucha la hubieron de librar contra el demonio, movidos de ardiente y sincera caridad para con los hermanos, porque pisando el cuello de la antigua serpiente, la obligaron a restituir la presa que se disponía a devorar. Respecto de los caídos, no obraron con altanería y desdén; al contrario, les prodigaban cuantos favores podían, mostrándoles un amor maternal, derramando ante el Señor abundantes lágrimas para alcanzarles la salvación. Pidieron al Señor la vida, y se la concedió, y ellos, a su vez, se la comunicaron a sus prójimos. En todo salieron victoriosos.Amaron la paz y nos la recomendaron, y en paz fueron a la presencia de Dios. No fueron ni causa de dolor para la madre, ni de discordia para los hermanos, sino que a todos dejaron como herencia a alegría, la concordia y el amor.
18. Alcibíades, uno de los mártires, llevaba una vida dura y mortificada, vivía sólo de pan y agua. Como en la cárcel quisiera seguir el mismo régimen, después de ser expuestos por primera vez en el anfiteatro, le fue revelado a Atalo que Alcibíades no obraba bien en no querer usar de las criaturas de Dios, y porque era ocasión de escándalo para los demás. Al punto obedeció Alcibíades, y en adelante usó sin distinción de todos los alimentos, dando gracias al Señor. La gracia divina no dejo de asistirlos, siendo su guía y consejero el Espíritu Santo." ("Actas selectas de los mártires" Págs. 31-41, Ed. Apostolado Mariano, C/ Recaredo 44, 41003 Sevilla. Sevilla 1991)
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