Divinidad de Jesús nº 4

Contesten, si pueden, los judaizantes modernos, que niegan la Divinidad del Señor y la Validez y fiabilidad del Nuevo testamento y que engañan a tantos en ciertas listas de distribución en Internet, a las cuestiones planteadas en este estudio (por favor, denlo a conocer a sus contactos cristianos):

SIGNIFICADOS BÁSICOS DE LA FILIACIÓN DIVINA

En el N.T. el Señor Jesús es llamado "el Hijo de Dios" (o su filiación divina queda implícita) en más de cien ocasiones. Cabe preguntarse:

¿En qué sentido Jesús es Hijo de Dios?

¿Cuál es la esencia de la filiación Divina?

Hay dos aspectos dignos de mención.

En primer lugar, como señala Cullmann, implica la Absoluta sumisión del Hijo a la voluntad de su Padre Celestial (v.g., Jn. 4:34); su compromiso con la obra de su Padre (v.g., Jn. 5:17); su negativa a desobedecer los mandamientos del Padre (cf. las Tentaciones). Por parte del Padre, implica su total complacencia con la obediencia de su Hijo (Mt. 3:17; 17:5; Jn. 5:19s). Por esta relación paterno-filial Jesús pudo decir "el Padre es mayor que yo" (Jn. 14:28), y pudo hablar de Él como de "mi Dios" en un sentido especial y único (Jn. 20:17; Ap. J:12). Es bajo esta luz que deben entenderse pasajes como 1 Co. 3:21-23; 8:6 y Ap. 1:6.

En segundo lugar, el Hijo de Dios goza una relación absolutamente única de amor mutuo con el Padre (Jn. 3:35; 5:20; 10:17; 14:31; 15:9), y comparte el infinito conocimiento de su Padre (Jn. 5:20) Por la obediencia del Hijo, Dios le ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mt. 28:18; cf. Lc. 10:22). Esta relación también implica «participar totalmente en la divinidad del Padre».

El N.T. deja claro que Jesús afirmó ser el Hijo de Dios en un sentido único y sin precedentes. Es el único, o unigénito, Hijo del Padre (Jn. 3:16, 18). San Juan traza una diferencia sutil pero muy importante entre elÚnico Hijo (gr. hyios) y todos los creyentes, quienes han devenido hijosde Dios (gr. tekna) (Jn. 1: 12; 11:52; 1 Jn. M, 2, 10; 5:2). Jesús es el Hijo de Dios por derecho propio; los creyentes somos hijos por gracia, en un sentido subordinado. Juan nunca llama hyioi, Hijos, de Dios a los creyentes; para él no hay sino un Hijo de Dios.

Dios ha elegido revelarse en nuestro propio lenguaje. La expresión «Hijo de Dios» es una analogía o semejanza comprensible de la relación entre Jesús y su Padre. Aunque las analogías no deben exagerarse, en este caso es claro que la semejanza o punto de comparación se basa en el amor mutuo, la sumisión del Hijo, y la participación en la naturaleza de su Padre. ¡Si así no fuese, un título como «siervo de Dios» hubiera sido suficiente para describir a Cristo! Pero su relación con el Padre dista de agotarse en la obediencia. Del mismo modo en que la expresión «hijo de hombre» significaba originalmente un miembro de la humanidad, un ser humano (v.g., Sal. 8:4; 33:13; Ez. 2:1), la expresión «Hijo de Dios» tal como se aplica a Jesús en el N.T. no puede ser reducida a «uno que obedece la voluntad de Dios», o «uno que es amado por Dios». La filiación divina de Jesús ciertamente incluye esto, pero implica mucho más. Un hombre puede crear una obra de arte, pero no puede crear un hijo; él puede, sin embargo, engendrar un hijo, que desde luego poseerá la misma naturaleza que su padre. Si el título «Hijo de Dios» considerado analógicamente significa algo, la conclusión inevitable es que el Hijo de Dios es asimismo Dios.

La afirmación precedente es apoyada por las siguientes observaciones:

1. Los judíos comprendieron claramente que al llamar a Dios su Padre, Jesús estaba afirmando su propia divinidad (Jn. 5:18; 10:33). En Jn. 5 los judíos hacen dos acusaciones contra Jesús: primero, que estaba quebrantando el descanso del sábado, lo cual era verdad (Jn. 5:17; según Mt. 12:8, el Señor se había declarado a sí mismo Señor del sábado; y en Jn. 5 no niega la acusación, sino que justifica su proceder. Segundo, que se estaba considerando igual a Dios, lo cual lógicamente debe también tomarse como verdadero. Es característico del Evangelio de Juan que si surge un malentendido, el evangelista lo subraya (v.g., 2:20; 6:52). Pero aquí no hay ningún malentendido, como lo demuestran las respuestas de Jesús. Él no refuta las conclusiones de los judíos, ni sugiere la existencia de un malentendido. Por el contrario, Jesús subraya y fundamenta su derecho a ser llamado Hijo de Dios en un sentido único (Jn. 5:19-47), o justifica sus aparentemente exorbitantes pretensiones con una paradoja o enigma (Jn. 10:34-38): si aquellos a quienes les fue concedida una sola de las prerrogativas de Dios, a saber, la de juzgar, son llamados «dioses» por la Escritura (cuya autoridad es indiscutible), ¿cuánto más Aquel que fue enviado directamente por el Padre celestial debe con toda propiedad ser llamado Hijo de Dios? Nótese bien que Jesús no contrapone «hijos de Dios» a «Hijo de Dios», ni «dioses» a «Dios», sino «dioses» a «Hijo de Dios», como si los términos fuesen equivalentes.

2. Los israelitas fueron llamados «hijos de Dios» en el A.T. (v.g., Dt. 14: 1; Jer. 3:19; Is. 1:2; 30:1, 9, en contexto de juicio; Os. 1: 10, «hijos del Dios viviente»). Israel como nación también es llamada Hijo de Dios (Ex. 4:22; Os. 11: l). La noción complementaria de Dios como Padre también está nítidamente presente en el A.T. (Dt. 32:6; Jer. 3:4; 31:9; Mal. 1:6; 2:10).

En el judaísmo del tiempo de Jesús la paternidad de Dios era también explícitamente reconocida en bendiciones y plegarias como las svemoneh 'esreh (Dieciocho Bendiciones. Ahora bien, si todos los israelitas reconocían a Dios como Padre, y se consideraban a si mismos hijos de Dios, ¿por qué fue Jesús acusado de blasfemia cuando afirmó ser el Hijo de Dios?; ¿por qué fue ésta la acusación decisiva en el juicio ante el Sanedrín (Mt. 26:63-66; Mr. 14:61-64; Lc. 22:70s)?

La respuesta más razonable está en lo que Juan nos dice que los judíos entendieron claramente, a saber, que al afirmar ser el Hijo de Dios, en un sentido único, Jesús se estaba igualando con Dios.

(“La Divinidad de Jesucristo vindicada: Señor mío y Dios mío”, Dr. Fernando D. Saraví, Ed. CLIE, 1989 Terrassa, Barcelona. Pags. 39-42)